Preferir alimentos dulces y huir de los amargos es parte de la biología básica de los niños, adaptada para la supervivencia.
Niños: sabores amargos, verduras y venenos
¿Por qué la mayor parte de los pequeños no quieren verdura? La primera explicación, muy conocida en el ámbito científico, es que estos alimentos aportan pocas calorías. Es algo que detecta con gran eficacia el paladar del niño, que prefiere decantarse por otros alimentos más energéticos, que le ayudarán de forma más eficaz en su crecimiento y desarrollo. Pero existe otro motivo más que no se olvidan de mencionar Mennella y Bobowski: su sabor amargo. Los recién nacidos arrugan su nariz, sacuden la cabeza, agitan sus brazos y fruncen el ceño cuando se les expone al sabor amargo. Es un rechazo que disminuye con los años, pero que puede durar, en mayor medida, hasta la mitad de la adolescencia.

El brusco rechazo innato de los bebés al sabor amargo (como el de las verduras, pero también de determinados medicamentos que en ocasiones es imprescindible dar al menor) les protege de la ingestión de venenos, dado que muchos compuestos amargos -aunque no todos- son tóxicos. En la infancia, el riesgo de envenenamiento accidental es mayor (los niños se llevan a la boca casi cualquier cosa a su alcance), lo que explicaría que esta característica sea más notable cuanto más pequeño sea el niño. Mennella y sus colaboradores ampliaron esta cuestión en julio de 2014 en la revista científica PLoS One
Para abordar la llamada «neofobia alimentaria» (rechazo instintivo de los pequeños a determinados alimentos) se suele sugerir que los padres expongan a sus hijos de forma repetida a los alimentos que no quieren, como verduras y hortalizas (siempre sin obligar, presionar, coaccionar o castigar al menor), porque ello puede aumentar las posibilidades de que acaben por aceptar dichos alimentos. Sin embargo, el ya disuelto Grupo de Revisión, Estudio y Posicionamiento de la Asociación Española de Dietistas-Nutricionistas detalló en un documento de postura que «el rango de exposición es muy amplio: de 11 a ¡90 veces!». De ahí que este grupo propusiera lo siguiente: «La paciencia tiene que ser, por tanto, el punto de referencia». Las posibilidades aumentan si la madre consume más frutas y hortalizas durante el embarazo (el feto se acostumbra a su sabor) y, sin duda, si los padres las ingieren de manera habitual (porque están en el hogar y porque el niño aprende con el ejemplo de sus padres).
La atracción hacia el dulce muestra la biología de los niños
La leche materna, gracias a su contenido en lactosa, tiene un característico sabor dulce. Así, resulta imprescindible que el recién nacido prefiera la leche de su madre a otros alimentos; en caso contrario, moriría de desnutrición. Y así ocurre: los bebés nacen con la capacidad innata no solo de rechazar los sabores amargos, también de detectar y preferir el sabor de la leche materna.
Para las doctoras Mennella y Bobowski, «el gusto del dulce y la aversión a los sabores amargos reflejan la biología básica de los niños». Tener en cuenta esta característica es imprescindible para evitar caer en equívocos, como el de pensar que no es normal que el pequeño no acepte los alimentos que un adulto ha escogido para él.

El sabor dulce, en todo caso, no solo está presente en la leche materna: es uno de los sabores característicos de los alimentos con más calorías. Como las calorías son imprescindibles para que el niño crezca, ello explicaría que la preferencia de los alimentos dulces sea mayor en las etapas de crecimiento y se atenúe cuando finaliza la adolescencia, que coincide con la disminución del desarrollo físico.
Los sabores dulces, como bien decía Mary Poppins, también ayudan a camuflar el amargor de los medicamentos. Es algo importante, dado que cuanto más potente es la actividad de un medicamento, mayor es su sabor amargo, según Mennella y Bobowski. De hecho, el dulzor ejerce incluso un poder analgésico en los bebés. Una revisión de la literatura científica, publicada en enero de 2013 en la prestigiosa revista Cochrane Database of Systematic Reviews, concluyó que es seguro y efectivo dar azúcar a los niños cuando se les realizan procedimientos tales como la punción del talón o la aplicación de inyecciones, ya que ello reduce el dolor de forma significativa.
Aunque el azúcar no es un «veneno», tal y como se profundiza en el blog «Gominolas de petróleo», es preciso saber que el ambiente alimentario que rodea hoy por hoy a menores y adultos, en el que el azúcar abunda en infinidad de alimentos, supone un claro perjuicio para la salud, según se amplía a continuación.
Los niños toman demasiado azúcar
La preferencia por lo dulce y el rechazo a lo amargo forma parte de la biología básica del niño. Sin embargo, en nuestro entorno existe una amplia oferta de alimentos muy dulces pero poco nutritivos (como las bebidas azucaradas o la bollería). Esta característica no ocurre en la naturaleza: tanto la leche materna como la fruta contienen cierta cantidad (nada exagerada) de azúcares, pero a la vez aportan numerosas sustancias protectoras, como inmunoglobulinas, en el caso de la leche materna, o fibra y sustancias fitoquímicas, en la fruta fresca. No obstante, la actual sobreabundancia de alimentos azucarados (eso incluye a la mayoría de cereales para bebés), acompañada de una omnipresente y muy bien diseñada publicidad al servicio de las empresas que los venden, provoca que hoy los niños sean más vulnerables que nunca, dada su clara preferencia hacia los alimentos dulces.

No extraña, por tanto, que el consumo de azúcar de los menores supere con creces las recomendaciones de las organizaciones sanitarias de todo el mundo. El artículo ‘¿Qué es peor, tomar mucho azúcar o mucha sal?’ detalla los riesgos asociados al excesivo consumo de azúcar. Mennella y Bobowski añaden que los bebés o niños que ingieren mayores cantidades de alimentos azucarados tienen una mayor predisposición a consumir tales alimentos años después, algo que incrementará su riesgo de padecer las enfermedades crónicas relacionadas con la elevada ingesta de azúcar.
Para revertir esta situación, las doctoras Mennella y Bobowski sugieren implementar políticas que se traduzcan en una población más y mejor informada. No debemos olvidar que el patrón de alimentación de los padres es decisivo para que sus hijos no solo se familiaricen con el consumo de comida sana, sino también para que tengan un buen ejemplo a seguir.